viernes, 4 de noviembre de 2011

Crónica desde el infierno


“¿Te lustramos tus zapatos, doctor?” me dice un hombre que si no mostrara la cara, bien pasaría por un niño de la calle, de esos que están en los semáforos para limpiar vidrios.
Me sorprendió su actitud pero luego me explicaron que a toda persona extraña que entre en el lugar, ellos le llaman de Doctor.
Fue la primera persona con quien tuve contacto en la cárcel de Tacumbú, un mundo aparte dentro de Asunción; lugar que para muchos es la sucursal criolla del infierno, en el que algunos tratan de sobrevivir como sea.
“Si sos un nene de papá medio acomodado, te va a ser difícil luego imaginar que se puede vivir acá” me decía uno de los “internos” que fungía de “guía turístico” dentro del Penal, cuando vio mi cara de asombro al oír que actualmente ahí están viviendo un poco más de 3.500 personas, de las cuales sólo 927 están cumpliendo una condena.  El resto, 2579 internos para ser exactos, están procesados. O sea, esperando la condena.
Nuestro anfitrión sería como el Cacique, lo deduje por el respeto que le tienen. Tanto que la recorrida la hicimos sin ningún guardia. “No hace falta, no hay por qué tener miedo. Acá, a mí me respetan” decía medio sobrando nuestro guía a quién el resto de los pobladores también llaman Doctor, casi con solemnidad militar,  a pesar de ser un interno como ellos. Nada más que a él le llaman con justa razón.
De vez en cuando tiene que abandonar su celda para atender a los enfermos. Es médico de profesión. El destino quiso que retome la vocación de salvar vidas justamente ahí en la cárcel, donde la vida se escapa fácil entre juegos de billar, ocio, drogas y travestis.
“Los ganaderos le dan mejor trato a sus vacas que el Estado a éstos” decía en mi mente mientras conocía el “pasillo” el patio trasero donde comenzó mi tour por el infierno.
 En el pasillo, el último pabellón, ya no existe posibilidad de rehabilitación. Es la cara más real y mundana de la muerte.
Los “pasilleros” no tienen más motivación que  pescar por la “ruedita” (pastilla mágica) capaz de sacarte el hambre, el sueño y así no ser presa de algún “violín” que anda por ahí.
Algunos – o mejor dicho, la mayoría de ellos-  andan desnudos y están perdiendo el aspecto humano. 
El día no diferencia en nada con la noche y ya no sobran fuerzas para buscar a la esperanza que se escapó en el mismo tiempo que el último familiar  que iba a verlos casi por compromiso.
Ellos esperan alguna enfermedad como aliada, una suficientemente fuerte que obligue a las autoridades a tomar una decisión: el tiro que los lleve al grupo de los fantasmas, que al igual que la población de la cárcel, aumenta cada día más.