martes, 29 de mayo de 2012

Loreto (Memorias de un amor)



                                     
Cuando me fui, sabía que no había vuelta atrás. Pero, me había acostumbrado a volver y encontrarla así como la dejé.
Me invadió una alegre tristeza cuando miré por la ventanilla de un viejo colectivo, y noté que ya no quedan casi rastros  del paisaje que me hacía estremecer el corazón. Esa tierra colorada que tanto amo pronto cambiará de color, el sueño del pavimento por fin se está haciendo realidad.
El micro que tiene el andar de una carreta estirada por bueyes, lento pero seguro me estaba acercando  a encontrarme con ella y sentí miedo que llegó al pico unos 15 minutos más tarde cuando me presenté sonriente dispuesto a plantearle que por unos días seamos cómplices de vuelta, que fantaseemos con la felicidad;  esa quimérica ocurrencia de poder atajar el tiempo para soñar y jugar, los dos solos.
Loreto ya no es la misma. Me saludó con una forzada cortesía una mañana y el miedo se hizo desilusión. 
La hallé madura, ya no había rastros de aquella niña que al verme se olvidaba de todo y me regalaba toda su hospitalidad, su calor y su amor. En ningún lugar en el mundo pude experimentar tanta paz y no me resignaba a la idea de haberla perdido.
Pensé por dentro en que era bueno que haya madurado aunque debo reconocer que sufría porque caí en la cuenta que nunca más podré jugar al Yoyo con ella, como en aquellos tiempos felices.
Loreto floreció, robusteció su carácter como una niña adolescente que de golpe actúa como una mujer. Loreto me trató con indiferencia. Ya no se alegró al verme.
Con la tristeza a cuestas la miré tanto como pude con ese masoquismo que me caracteriza. ¿Qué le puedo reclamar? Si yo la dejé para ir en busca de otra vida; queriendo ser otro.  Me fui detrás del bienestar: esa idea engañosa que se presenta de muchas formas y que me echó en sus trampas; me sedujo con la falso pensamiento de que huyendo a otro lugar encontraría el fin del sufrimiento.

Me costó tragar la indiferencia con la que me trató. Quería gritarle en la cara que no me gusta su nueva forma de vestir, sus nuevas costumbres ni su disfraz de falso modernismo de adoquines mal hechos y antenas parabólicas.

La que fue testigo de mis momentos más felices, hoy me trata como un extraño. 
Aún así me quedé y traté de acostumbrarme a su desplante en esas tardes que eran tristes pero a la vez encantadoras; con esa tranquilidad parecida a un cementerio viejo, como diría un poeta.
Loreto no me dio la bienvenida con el sol radiante de su sonrisa. Prefirió ignorar mi presencia en complicidad de una tenue lluvia que maquillaba de fría indolencia su acostumbrada calidez.
Apelando a la caradurez, quise pasar por encima de su desdén y la busqué con miles de pretextos para recorrer sus calles, explorar -como en los viejos tiempos- sus rincones más exóticos, desconocidos hasta por ella misma.
La busqué en el club donde jugaba a la pelota con mis amigos, creyendo que los encontraría como en las épocas en que desde ahí hacíamos volar la pandorga. O más tarde, cuando volvía en vacaciones, donde ya podía salir de noche;  alquilábamos una silla con los amigos para sentarnos a ver bailar a las parejas al ritmo de una música tocada por una orquesta en vivo.

Me paré frente a la entrada y reparé en el cartel que está encima del portón. Loreto me miraba sin ningún tipo de interés mientras yo peleaba con la nostalgia al ver esas letras desteñidas que alguna vez fueron celestes y blancas pintadas en un cartel que a pesar de lo raído y dejado que estaba, seguía aguantando las cachetadas del viento y de la lluvia.  Me sobrevino por un instante un pequeño consuelo,  algo queda de mi lugar en el mundo: “10 de Diciembre FBC” “Propiedad Privada, prohibido pasar” rezaba el viejo cartel que no se resigna al paso del tiempo.
Quise entrar pero el viejo portón estaba encadenado y asegurado por un sucio y herrumbrado candado que a pesar de su aspecto frágil, seguía cumpliendo su trabajo eficaz de brindar seguridad.
Por más que haya intentado pasar por encima de la muralla sería en vano. Ya no encontraría a mis primos ni a los amigos de la infancia.
Pero miré por la rendija del portón y percibí que detrás de esa muralla resquebrajada se sigue manteniendo intacto ese verde brebaje donde se mezclan mis sueños y esperanzas. Loreto se mostraba aburrida con mi viaje al pasado y se puso más dura aun ignorando cada una de mis preguntas.
De alguna forma me hizo entender que ya era el momento de volver.


Me despidió una mañana con pequeños instantes de su calor tan acogedor. 
Algo me dice que cuando vuelva -si es que vuelvo a verla algún día-  ya la voy a encontrar casada con ese moderno y chusco tan famoso que llaman progreso.
Siempre digo que es la última vez que la voy a visitar pero seguro que el corazón me va a traer de vuelta, atraído por el recuerdo de aquellas madrugadas donde se podían ver todas las estrellas del cielo desde una hamaca.
 Una noche se me ocurrió regalarle “las tres Marías” y ella sonrió complaciente por mi ocurrencia. Cuando eso, acepté que ese amor es para toda la vida.
 Si es por mí, le pido matrimonio y me quedo a vivir con ella. Pero las cosas no pasan como en las telenovelas.
El tiempo, el mismo tirano que me está cambiando a mi amada Loreto, me va demostrando que a pesar de los años el amor no muere. Está en lo más profundo, asegurado por un candado maltrecho pero seguro.
Cuando ya estaba en el micro que me traería de vuelta,  rompió el silencio y con su amor maternal como para no lastimarme  me dijo casi con una mezcla de compasión y dulzura que es el momento de partir a enfrentar mi destino.
No es una despedida porque la llevo dentro de mí; en mis entrañas.
El colectivo iba a 20 km. por hora cuando la miré por última vez y me sonrió.

Fue duro el camino de regreso y también muy triste. La congoja me embriagó a tal punto que pensé que la lluvia que caía me estaba ayudando y un súbito arranque de valentía me insistía a que me baje y vuelva a pie para quedarme. 
Pero era de madrugada y el micro "La Palomita"  no se dejó intimidar por el mal estado del camino, ni por las nubes que cubrían todo el cielo postergando más aun el amanecer. Siguió con paso firme. 
La llovizna se hizo vendaval y la tierra colorada mudó en un fango peligroso. Ya se había embarrado la ruta, ya no había vuelta atrás.

"La Palomita" me dejó en la terminal cuando amanecía en Concepción. Pronto saldrá el bus que me lleve de regreso. Pensé por última vez en Loreto. La lluvia ya había parado y deseé con toda el alma que vuelva a salir el sol.